viernes, 26 de junio de 2009

Endosulfán al plato: la dieta del siglo XXI



Historias del mundo agrotóxico: las palabras de un funcionario, el acoso a un científico, “dicamba”, el próximo veneno top, un cóctel de plaguicidas en la leche materna y el sueño ramplón de volver a ser el granero mundial.

Por Ezequiel Nieva

Desde el exterior, los especialistas coinciden en señalar que la legislación argentina en materia de agroquímicos es, como mínimo, anticuada. La Red de Acción en Plaguicidas y sus alternativas para América Latina (Rapal) sostuvo que las leyes que regulan el registro, la comercialización y la aplicación de plaguicidas son “incompletas, permisivas y obsoletas”. Es que los productos se venden en ferreterías, forrajerías, semillerías, casas de artículos de limpieza y hasta en supermercados. “Es necesario redactar leyes efectivas, adaptadas a la realidad. Se requiere sensibilidad, atención y valentía para prohibir los productos más tóxicos, restringir el uso de los de menos impacto y controlar todas las etapas, desde la fabricación pasando por la comercialización, el uso, hasta el desecho de envases de estos tóxicos”, se puede leer en un comunicado de Rapal.

El glifosato es el más usado de los herbicidas. Fue desarrollado en los 60 –la misma época en que la soja hizo su ingreso en el país– y sirve para matar malezas. Absorbido por las hojas de los cultivos, ejerce su acción a través de la inhibición de varias enzimas. Generalmente, el glifosato se usa acompañado de otras sustancias químicas para aumentar su eficacia: las denominadas coadyuvantes, que ayudan a evitar que se esparza el producto durante su aplicación y a que se fije en las hojas. En casi la totalidad de los casos, no se especifican en las etiquetas –llamadas marbetes– el total de los compuestos, porque las empresas que lo producen se amparan en el secreto industrial. El glifosato –principio activo del herbicida Roundup– y los demás agroquímicos deben aplicarse bajo medidas de seguridad: trajes apropiados, guantes, máscaras de gas y anteojos. Algo que en la realidad suele no ocurrir.

Desde el ingreso de la soja RR en el país, el modelo de producción agrícola cambió radicalmente. “El mundo exige alimentos”, es la repetida bravata de los apóstoles del monocultivo y la siembra directa, que suelen omitir que lo que los mercados internacionales exigen es forraje para alimentar chanchos y materias primas para elaborar biocombustibles. Atendiendo tanto ese contexto como la desenfrenada suba del precio de la soja, que a principios de 2008 alcanzó su pináculo, puede entenderse el boom del cultivo calificado de “yuyo” por la presidenta Cristina Fernández de Kirchner: en la actualidad cubre 16.900.000 hectáreas, más de la mitad de la superficie cultivada en el país.

A LA CORTE. En abril, la Asociación Argentina de Abogados Ambientalistas presentó una acción de amparo ante la Corte Suprema de Justicia de la Nación para que se suspenda la aplicación y la comercialización del glifosato. Los abogados utilizaron como argumento un informe del Laboratorio de Embriología Molecular del Conicet, que confirmó que el herbicida no es inocuo y que produce malformaciones celulares. Exigieron que “como medida cautelar innovativa se ordene la suspensión de la comercialización, venta y aplicación del endosulfan” y pidieron que el Ministerio de Salud de la Nación investigue “los daños causados por el glifosato”. Y demandaron al Poder Ejecutivo Nacional y a las provincias de Santa Fe, Córdoba y Entre Ríos. A Monsanto, principal proveedor de herbicidas en base a glifosato, se la citó como “tercera interesada”: monopoliza la venta del químico.

Unos días antes, el 27 de marzo, el secretario de Medio Ambiente de la provincia, César Mackler, había dicho que no hay “estudios serios” que demuestren que el glifosato afecte la salud humana. “El modelo que asocia soja y glifosato levantó al país”, señaló entonces. Y deslizó la posibilidad de reducir la distancia mínima exigida por la Ley de Fitosanitarios entre áreas fumigadas y población, que es de medio kilómetro para las fumigaciones terrestres y de tres kilómetros para las aéreas. Para el funcionario, ese margen podría reducirse a 150 metros para las terrestres y a 300 para las aéreas.

De inmediato, las organizaciones ambientalistas salieron a cruzar a Mackler. El Cepronat pidió la renuncia “urgente e indeclinable” del funcionario. “Santa Fe ha sufrido un severo impacto ambiental, sanitario, económico y poblacional como consecuencia del cambio del modelo productivo que se iniciara a mediados de los 90. A las conocidas evidencias de la desaparición de los cinturones hortícolas de Santa Fe y Rosario, de la disminución del número de tambos en la cuenca lechera y al incremento de producción de carne vacuna de menor calidad en feedlots, debemos añadirle las fumigaciones que sufren las comunidades de todo el territorio provincial”, señalaron desde la ONG.

Mackler descartó la posibilidad de encarar estudios epidemiológicos masivos, basándose en que no hay evidencia que demuestre la toxicidad crónica de los químicos usados en territorio santafesino. “Basta, señor secretario: no mienta más”, fue la respuesta de Cepronat. “Usted se comprometió a trabajar el tema y, evidentemente, lo ha hecho, pero en sentido contrario al sentir de las comunidades y de las organizaciones socioambientales. Por lo visto, usted no accede a la información pública que pone a nuestra provincia entre las primeras en pobreza e indigencia, por encima de la media nacional. Por lo tanto, este modelo que supuestamente levantó al país sólo sirvió para llenar los bolsillos de unos pocos mientras que otros muchos santafesinos lo financian con enfermedades o con sus vidas”.

La ONG también criticó la negativa de Mackler a realizar los estudios epidemiológicos, argumentado que hay sobrados casos de la toxicidad del glifosato que justificarían esa tarea: en Las Petacas, San Eduardo, Desvío Arijón, Monte Vera, Ángel Gallardo, Chabás, Gálvez, San Guillermo, Avellaneda, Videla, Malabrigo, Sauce Viejo, Arocena, Rufino, Pueblo Esther y General Lagos, entre otras localidades. “¿Cuántos niños deformados deben nacer para poder entrar en las estadísticas? ¿Cuántos casos de esterilidad masculina deben suceder? ¿Cuántos abortos prematuros son necesarios? ¿Cuántos ingresos a hospitales públicos por enfermedades respiratorias luego de una fumigación deben ser registrados para constatar que se trata de una verdadera epidemia?”, le preguntaron al responsable de la Secretaría de Medio Ambiente en un comunicado a los medios.

La distancia entre poblados y campos fumigados fue el eje de ese debate; Mackler había dicho: “La ley no fija límites, los deja en manos de intendentes y presidentes comunales. Por eso vamos a intentar cambiar la ley”. Cuando le preguntaron qué podía hacer un vecino cuyo hogar estuviera dentro del radio de fumigación, el funcionario respondió: “Lo primero es la denuncia en su localidad, que nos deriva el problema. Entonces acudimos a controlar para establecer si ese municipio tiene una demarcación clara de la zona de exclusión de fumigación. Si no, lo que le queda a cualquier ciudadano es acudir a la justicia”.

La declaración que enardeció a los ecologistas fue la siguiente: “No hay estudios que demuestren efectos negativos en el corto plazo del glifosato, en las dosis que deberían manejarse. Pero todas estas cuestiones deben tratarse con mucho cuidado, porque puede tener efectos negativos a largo plazo aunque sea en dosis bajas”. No sólo los ambientalistas le respondieron: el ministro de Salud de la provincia, Miguel Ángel Cappiello, desautorizó la sugerencia de Mackler de reducir las zonas de exclusión. “Los agroquímicos afectan a la salud de la gente con lo cual más que reducir las distancias para las fumigaciones hay que ampliarlas”, dijo Cappiello. “Hoy se fumiga usando aviones y sobre el ejido urbano de algunas localidades. Y donde los aviones no tienen GPS, se usan banderilleros humanos que indican los caminos. Toda esta situación tiene alguna acción sobre la salud”.

CÁNCER. Pocos días después de esta polémica se conoció el trabajo del Laboratorio de Embriología Molecular del Conicet, que disparó la presentación de los abogados ambientalistas. Ese estudio comprobó que con dosis hasta 1.500 veces inferiores a las utilizadas en las fumigaciones sojeras se producen trastornos intestinales y cardíacos, malformaciones y alteraciones neuronales. La investigación –la más seria conocida hasta ahora en el país– se extendió durante 15 meses, plazo en el que se analizó el efecto del glifosato en embriones anfibios.

Andrés Carrasco, profesor de Embriología e investigador principal del Conicet, fue claro: “Se utilizaron embriones anfibios, un modelo tradicional de estudio, y los resultados son totalmente comparables con lo que sucedería con el desarrollo del embrión humano”. En humanos, los síntomas de envenenamiento con glifosato incluyen irritaciones en piel y ojos, náuseas y mareos, edema pulmonar, descenso de la presión sanguínea, reacciones alérgicas, dolor abdominal, pérdida masiva de líquido gastrointestinal, vómito, pérdida de conciencia, destrucción de glóbulos rojos, electrocardiogramas anormales y daños renales.

A ese popurrí cabe agregar otro dato: un estudio publicado en el Journal of American Cáncer Society por oncólogos suecos reveló una clara relación entre el glifosato y el linfoma de Hodgkin (LNH), una forma de cáncer. Además, los abogados que presentaron el amparo ante la Corte Suprema citaron una investigación realizada por el Ministerio de Salud de Nación en Bigand, una localidad de 5.000 habitantes ubicada en el sur santafesino, cuyo objetivo fue determinar factores de vulnerabilidad en poblaciones expuestas a los plaguicidas. En las conclusiones se lee: “Más de la mitad de los encuestados y el 100% de los fumigadores refieren que ellos o conocidos estuvieron intoxicados alguna vez. El 90% señala que no existen personas resistentes a las intoxicaciones”. En el trabajo aparecen mencionados más de 40 agroquímicos; predomina el glifosato.

También se incorporó en la presentación un estudio del Dr. Alejandro Oliva, a cargo del Programa de Medio Ambiente y Salud Reproductiva que depende del Instituto Universitario Italiano de Rosario, sobre pacientes que consultaron por esterilidad en Rosario, Santa Fe y Villa Libertador General San Martín (Entre Ríos). Ahí se demuestra que los agroquímicos están produciendo alteraciones en la calidad del semen de los productores expuestos a esas sustancias. Una investigación del Hospital Materno Infantil Ramón Sardá, de Buenos Aires, presentada en el 33° Congreso Argentino de Pediatría (2003) detectó que el 90,5% de las madres que alimentaban a sus bebés a pecho tenían plaguicidas organoclorados, como DDT, Mirex y endosulfán. “Es muy duro, pero es necesario decir a los productores sojeros que el endosulfán que alegremente derraman sobre la soja está alimentando a sus hijos y nietos a través de las tetas de sus mujeres”.

MERCADO Y CIENCIA. El estudio de Carrasco fue rápidamente atacado. Clarín y La Nación deslizaron con elegancia sus dudas respecto de la validez científica; a esa reacción siguió una de solidaridad. Firmada por los integrantes de la Red de Investigadores, Intelectuales, Técnicos y Artistas, circuló una solicitada donde se denuncia la “intromisión mercantilista y pragmática del poder económico sobre la autonomía del sistema científico-universitario”.

Además de la campaña mediática de desprestigio, Carrasco fue amenazado. “Creen que pueden ensuciar fácilmente treinta años de carrera”, respondió a Página/12. “Hay pruebas científicas y, sobre todo, hay centenares de pueblos que son la prueba viva de la emergencia sanitaria”. Preguntado por los colegas que contribuyeron en el desprestigio, Carrasco dijo que “no en todo el mundo hay tan enorme cantidad de hectáreas con soja como en la Argentina. Desde el punto de vista ecotoxicológico, lo que sucede aquí es casi un experimento masivo”.

UN DEBATE, AQUÍ Y AHORA. La semana pasada, en una jornada llamada Agroquímicos: su impacto en la sociedad y el ambiente, la ingeniera agrónoma Cristina Arregui opinó que el debate por el uso de plaguicidas actualiza las viejas antinomias entre ciencia básica y tecnología aplicada, confrontación que a la vez se puede traducir en una suerte de enfrentamiento entre el sector urbano y el rural.

En esa charla, Arregui difundió algunas estadísticas que ayudan a entender el fenómeno. Por caso: el 72% de los tratamientos vinculados a problemas derivados del uso de agroquímicos corresponden a productos catalogados por el Senasa como clase III y IV: los menos tóxicos. Y apenas el 1% están relacionados con plaguicidas clase I: los más peligrosos. En el cordón hortícola de Santa Fe, donde desde hace casi una década se tienen certezas acerca de los efectos negativos de los agroquímicos en la leche materna, se estima que sin su aplicación se perdería un 30% de la rentabilidad.

“Los plaguicidas son componentes tecnológicos riesgosos e imprescindibles”, opinó Arregui. La ingeniera consideró importante que los productores acudan a profesionales antes de decidir aplicaciones masivas. También se manifestó a favor de mayores controles del Estado –acaso el único aspecto en que coinciden quienes defienden y quienes demonizan los agroquímicos– y aseguró que, en comparación con los que se comercializaban 10 o 15 años atrás, los plaguicidas ahora son mucho menos tóxicos.

En la misma jornada, la investigadora del Intec Argelia Lenardón puso sobre el tapete la cuestión de la información que las empresas productoras de plaguicidas ocultan. Adelantó que un grupo de abogados ambientalistas se aprestan a iniciar acciones para que la Justicia exija que en los marbetes de los productos se explique con claridad, y de forma completa, cuáles son los compuestos incluidos y cuáles los posibles peligros derivados de su uso. El motivo de fondo: los innumerables casos de intoxicaciones registrados por el uso doméstico de productos peligrosos. (Sólo en los Estados Unidos, el costo del mal uso de productos químicos –envenenamientos, pérdida de ganado, granos y árboles, gastos en el sistema de salud– fue estipulado en 539 millones de dólares durante 2007).

“Considero que nadie se envenena porque quiere, a no ser un suicida”, opinó Lenardón. “Creo que los plaguicidas, bien usados y bien controlados por quien corresponde, son de mucha utilidad. Las leyes para su control desde la cuna a la tumba, es decir fabricación, traslado, almacenamiento, rotulado, expendio y desechos de recipientes, están hechas y son muy buenas, pero no existen entidades reconocidas para el control, a pesar de que el Estado debería ocuparse de su cumplimiento”.

El crecimiento de la producción de soja es un fenómeno que derivó en el aumento –a nivel global– de la producción de carne y pollo. Sin embargo, los alimentos son cada vez más caros. El crecimiento de la población mundial ha disparado un doble fenómeno que en los países exportadores de materia prima ya conocemos de memoria: mayor superficie cultivada y mayor uso de productos químicos para mejorar el rendimiento de esos cultivos. Uno de esos productos, el endosulfán, dejará de comercializarse en junio de 2011. Recién entonces, dentro de dos años, su venta y su aplicación estarán prohibidas por la fuerza de la ley.

SANTA FE, ENTRE MONSANTO Y VIETNAM. Mientras en nuestra región –y en casi toda Latinoamérica– se utiliza glifosato como principal herbicida, las empresas productoras ensayan su sustituto. En los Estados Unidos, Basf y Monsanto trabajan en el desarrollo de un nuevo herbicida a base de dicamba: un compuesto que fue registrado en 1967 y que sirvió, junto con el agente naranja, como arma química en la guerra de Vietnam. “Cuando la soja resistente al dicamba salga al mercado, Monsanto retirará toda la soja RR, que pasará a ser obsoleta ante el avance de las malezas resistentes al glifosato, dejando sólo la nueva soja”, se puede leer en un artículo publicado en la revista científica Science en mayo de 2007. El avance hacia el nuevo agroquímico está basado en un descubrimiento de investigadores de la Universidad de Nebraska: un gen que permite obtener plantas tolerantes. Monsanto había suscripto un acuerdo con esa universidad para el desarrollo de esos cultivos. El herbicida dicamba es utilizado en los Estados Unidos en espárragos, cebada, sorgo, soja, caña de azúcar y trigo. También para conservar campos de golf y céspedes residenciales. Su renacimiento está relacionado con una dificultad que ya se presenta en las regiones sojeras de los Estados Unidos –también en Brasil y en nuestro país–: las malezas resistentes al glifosato. Syngenta, uno de los mayores productores mundiales de dicamba –Basf es el principal–, cerró una alianza con Monsanto para desarrollar los cultivos. Monsanto espera poder lanzar al mercado nuevos cultivos tolerantes al dicamba a partir de la próxima década (el diario El Tiempo, de Colombia, estima que será en 2013) como respuesta a los inconvenientes de las nuevas plagas; investigadores del Inta ya llevan detectadas 29 especies que toleran el glifosato. La toxicidad de los productos a base de dicamba fue probada en nuestra región. En septiembre de 1993 fueron atendidos en el Heca de Rosario dos jóvenes residentes en área rural de Zavalla, sur santafesino, y un tercer paciente, hermano de uno de los anteriores: tuvieron una exposición dérmica importante al dicamba al atravesar un campo de trigo fumigado. En los primeros casos se detectó un cuadro de calambres musculares abdominales. El tercer paciente –de 16 años– tuvo náuseas, vómitos y agitaciones. Evolucionó al principio, pero luego murió en la guardia del hospital, en forma súbita.

Publicado en Pausa #38, 12 de junio de 2009.

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